Otra vez

6:30.

No tengo insomnio, sólo me niego a dormir.

Me gustaría que cada día fuera memorable, no un simple dato a olvidar; no quiero acostarme y que Hoy acabe siendo convertido en un número más, un círculo rojo en un almanaque destinado al vertedero.

Es la única vez en mi vida que viviré este momento. Sé que nunca más volveré a tener mi edad ni estar aquí en la misma situación; mañana seré otra persona viviendo en un mundo completamente distinto, y saber que el día de hoy será parte de un pasado irrecuperable con el que ni siquiera disfruté me pone realmente enfermo.

Y ahora mismo podría estar haciendo cualquier otra cosa, ¡lo que sea! Masturbarme, perseguir un ideal, yo qué sé; cualquier excusa que me acerque a la satisfacción. Pero estoy aquí, escribiendo sobre nada.

Otra vez.

A pesar de todo

Hoy me pasé dos paradas del bus; volví a ver a la chica que leía Niebla.

Esta vez me senté frente a ella. No llevaba ningún libro, pero me conformé con poderla mirar. ¿Por qué he de obsesionarme tan fácilmente? Hubo una vez en la que soñé durante tres noches seguidas con alguien a quien sólo vi durante un momento. Era guapa, y no es que me resulte indiferente una cara bonita, pero lo que más llamó mi atención es que estuviera escribiendo a solas en un mirador. No dejé de pensar en ella durante los días siguientes, del mismo modo que ahora no puedo dejar de pensar en la chica que tengo frente a mí.

Y ni siquiera sabe que existo.

Pero eso no evita que se me acelere el pulso durante lo que dura el trayecto, hasta que finalmente llego a mi parada de siempre, y, sin haberlo planeado con antelación, la turbación decide por mí que no me levante del asiento. Quiero decirle algo. 

Pero, ¿qué decir? ¿Cómo expresar esto? Es más: ¿debería hacerlo? me tomará por loco.

Me planteo hablarle del libro. Algo así como "me resultó muy cómica la tragedia de Augusto, el protagonista". ¿Pero qué pensaría? No solo se dará cuenta de que la miraba hace unos días, cosa que no soporto, sino que me parece tremendamente pedante. Empiezo a repasar mentalmente cuanto se me ocurre poder decir, pero tengo motivos para descartar cada frase; la que no es cursi es demasiado descarada, y, si no, absurda y tremendista. O nimia o trivial, da igual. Nada me vale.

Y ella se baja. Se va. Y yo sigo aquí sentado sin haber dicho nada.

La sigo.

No hay mucha gente por la calle; temo que se de cuenta de lo que estoy haciendo mientras sigo preguntándome qué puedo decirle. Tiene que ser algo rápido, antes de que llegue a su portal o se meta por cualquier callejón. No quiero que me confunda con cualquiera. Pero, ¿cómo iba a ser si no? 

Continuo caminando. No parece haberse dado cuenta de nada, aunque ahora tengo un motivo más para estar nervioso: temo que me descubra. Que se asuste o algo peor. Y la idea de que esto es una estupidez comienza a hurgar dentro de mí; no sé cómo acercarme sin que piense que miento o que soy un idiota. Ahora no me tomará por un cualquiera, pero, joder, escribí sobre ella tras haberla visto durante unos segundos; pensará que soy un obseso.

Nada de esto servirá para nada.

Las ilusiones siempre son falsas, y siento que no puedo hacer nada por cambiarlo. Le diga lo que le diga igualmente está destinado al fracaso; nada funcionaría, y, aunque lo hiciera, cualquier esfuerzo por convertirlo en algo duradero sería infructuoso. Todo está abocado a la destrucción. Todo es completamente inútil.

Sigo acercándome, ahora con paso rápido.

Bah, nada de esto no tiene sentido.

Paso de largo, dejándola atrás.


(Justo para un instante después culparme por no aprovechar la vida, a pesar de todo. Aunque ese todo sea un montón de mierda.)

Odio al mundo y no iré al cielo


Llueve, es de noche y casi voy dando patadas mientras camino. Acabo de pasar por la misma calle de siempre, y, en vez de haber un cuerpo, un mendigo convertido en parte del paisaje, ahora hay unas flores, un dibujo de su cara y una nota. Antonio, se llamaba. Y murió de frío. Llevaba años ahí, siempre en el mismo lugar, y nunca vi a nadie darle nada.

Resulta que hay que morirse para que te demuestren cuánto se supone que te querían.

Siento arcadas; yo soy igual que todos. Un parásito egoísta más. 

Acelero el paso, quiero llegar a casa y ducharme, como si el agua pudiera limpiarme la conciencia y hacer que me olvide de todo, sin más. Me paso la vida quejándome, mientras que con cada gesto contribuyo a reforzar que todo siga igual. El filete que comí al medio día, los zapatos, el agua corriente, el autobus, tú y yo mismos; engranajes de una máquina que pone a nuestra disposición gente sin techo a los que dar limosna para tranquilizar la conciencia. Tirar una moneda en una lata, qué fácil es sentirse bien. Y ni siquiera hacemos eso; esperamos a que esté muerto para comprar unas flores. Y nos manifestamos, apadrinamos un niño y todas esas protestas que hacemos con los pies sobre el cemento y al aire acondicionado encendido, sin plantearnos si quiera un verdadero cambio o hacer realmente algo útil.

Sigue lloviendo y ya voy corriendo. Miro a la gente que me cruzo como si fueran reflejos de mí en distintos espejos; cóncavos, convexos, da igual. Todos me parecen detestables y envidiables; quiero llevar las bolsas de la compra tan alegremente como ellos. Ni siquiera se trata de guerras en otros países lejanos, víctimas convertidas en datos y un sistema que necesita de la explotación, sino de algo cercano y cotidiano. Me acuerdo de mis padres; mi madre me llevó nueve meses en su vientre y ni siquiera soy capaz de decirle que la quiero.

No me gusta nada de esto, pero hago tanto como cualquiera: nada. Odio al mundo y no iré al cielo.

Por fin llego a casa. No es el Paraíso, pero puedo cerrar los ojos y descansar.

Mierda.

Hay un mendigo cerca de mi portal, resguardándose de la lluvia bajo una cornisa. Parece un trapo sucio y roto tirado en el suelo. No sé cómo explicar la impresión que me da; no es que no se mantenga recto, es que cada articulación de su cuerpo tiene aspecto de no poseer las más mínimas fuerzas para sostenerse.

Paso de largo, entro a mi portal.

Y me quedo ahí, parado, aguantando aun la puerta con una mano. Sin saber qué hacer. Me quedo quieto durante más de un minuto, dudando. Me miro mentalmente a mí mismo y me pregunto qué diablos estoy haciendo.

Por fin, salgo de nuevo hacia fuera y me acerco a él. "¿Quieres subir?", le pregunto; "no hay nadie en mi casa", le miento, sabiendo que mi familia está acostada; "puedes lavarte con agua caliente, cambiarte de ropa y comer algo". Pero él no me dice nada. Me mira, creo que asustado, y no responde ni una palabra. Comienzo a plantearme sentarme a su lado, no sé con qué objetivo, y finalmente me dice que no. Que gracias, pero que no. Insisto, proponiéndole quedarse tan sólo en el portal, bajo techo, pero continua negándose. No, sin más, y parece decir "no quiero ser como tú".

Supongo que lo hizo por miedo y desconfianza, ¿pero quién en su situación no se atrevería a arriesgarse por un poco de comodidad? En el ascensor fantaseo pensando que es mejor que tú, yo y quienes llevan nuestro modo de vida, y me duermo admirando el valor de su rechazo. Sea este por el motivo que sea.

(Por supuesto, el tiempo hace que no sólo me parezca triste sino también imbécil.)

Desaparecer


Me despierta el ruido del teléfono. Me gusta no tener móvil propio, y más aun que la gente lo crea; me permite desaparecer cuando quiera. Pero no puedo librarme de que haya un fijo en casa, y ahora está sonando sin parar. Por fin alguien lo coge. Mierda, es para mí: "ven a verme a...", pero, ¿tú no te habías largado a otra ciudad? Es medio día, pero no he terminado de despertarme y el sueño hace que tarde mucho en darme cuenta de que ha venido de improviso. Hace meses que se marchó, y quiere verme ahora. Me cae bien, pero estoy lo suficientemente cansado como para que me mueva estrictamente por compromiso. Decido salir a la calle sin ni siquiera lavarme la cara; quiero seguir dormido, andar sonámbulo. Atravesar la ciudad como un ser etéreo para quien el mundo real no tenga ninguna influencia.

Llego hasta el lugar acordado, ya con tiempo para haberme ilusionado de volver a verlo. Nos abrazamos. Corrijo: me abraza. Yo sólo respondo; con ganas, pero sin iniciativa. Me cuenta que tiene que irse pronto, que sólo podré verlo hoy, y entonces descubro que me gustaría que se quedase. Jugar de nuevo con su gata, volver a pasar noches perdiéndonos a propósito en el campo y escuchar las mil historias que recuerda sobre cómo creció en un pueblo. Pero no le digo nada, y eso que me sorprendo a mí mismo resultando animado y chistoso, incluso interesado; le pregunto por la nueva ciudad, la gente. Qué se siente al llegar a un lugar nuevo sin conocer a nadie. Le cuento de mí: qué hago ahora, con quién me veo y todo eso con lo que mato el tiempo, hasta que acabo por sentirme capaz de hablar de cualquier cosa excepto sobre lo que realmente siento y me importa; de todo menos las verdaderas obsesiones que tengo incrustadas en la cabeza, carcomiéndome. Me gusta su compañía, ¿por qué ha de resultarme tan difícil sincerarme? La situación comienza a parecerme penosa. No lo soporto.

Aprovecho que tengo clases para poner la excusa de que debo que irme, que tengo una asignatura a la que no puedo faltar. Él vuelve a abrazarme, diciéndome que lo llame por teléfono; siempre es él quien lo hace. Lo noto dolido y me prometo a mí mismo que me preocuparé por llamarlo. Confiesa haberme echado de menos, alargando la despedida más de lo que soporto, y cuando termina ya no sé qué decir. No me sale una respuesta bonita que le haga ver que me importa, a pesar de que pueda parecer lo contrario; que yo también lo he echado de menos, aunque no lo llamara nunca; que me ha alegrado volver a verlo, por más que ahora quiera irme. Termino por aturrullarme y me imagino con cara de idiota, mirando a alguien con quien se supone debería tener confianza. Pero no es así.

Él continua con su discurso, que ya me da la sensación de ser del todo ridículo. No sé qué hacer, no puedo decir nada. Me pregunto cómo puede tenerme como amigo; quiero desaparecer. Ahora soy yo quien quiere irse a un lugar nuevo y completamente desconocido. Pero sólo me doy la vuelta tras un simple "te llamaré", poniéndome los auriculares y alegrándome de perderme entre gritos en un idioma que desconozco y que, seguramente, ni siquiera sea inteligible para nadie.

Sé que no lo llamaré.

La casa de la imperfección


Estoy en el autobús. Es de noche, apenas hay más gente montada. Supongo que casi todos estamos cansados y volvemos a casa. Es posible que tengamos las mismas muchas o ningunas ganas de llegar; volver puede suponer tanto un descanso como una continuación de la rutina, adornada ahora con unas pocas discusiones familiares, la soledad, el aburrimiento. Lo que sea. Todos debemos tener más o menos los mismos problemas y preocupaciones, y sin embargo nadie está cerca de nadie; todos evitamos sentarnos junto a alguien mientras aun queden otros sitios libres. Ni siquiera nos miramos a la cara.

Se entrevé un uniforme de hospital bajo una chaqueta. Creo que puede ser limpiadora. El tono verdoso del reflejo de la luz sobre el suelo me hace pensar que el propio vehículo se asemeja a un pasillo de hospital, mientras que nosotros  -aquellos que miran hacia fuera y yo- somos enfermos esperando a que vengan a hacernos sonreír, contentándonos mientras tanto posando nuestra vista en otro lugar; así, observando sin participar, convertimos la ventana al exterior en una fuente de emociones que sustituya pobremente a nuestra vida. Tengo la sensación de vivir en una falsificación constante.

Llega mi parada. Me bajo y noto que estoy mareado, no me aguanto en pie. No hay sillas ni nada parecido. Sin preocuparme, me siento en el suelo. El acto más enérgico que me atrevo a llevar a cabo es sacar una pastilla y metérmela en la boca; necesito relajarme. No quiero que en casa me vean así, con cara de que todo me parece una mierda. ¿Por qué a veces resulta tan dificultoso estar a solas como en compañía, en un lugar o en otro, haciendo cualquier cosa o la contraria? 

El bus comienza a irse. Veo a la chica que debía ir sentada justo detrás de mí; lleva un libro. Niebla, de Unamuno. No parece contagiarse del sentimiento trágico del que habla la nivola; tiene cara alegre. Me resulta muy guapa. Le sonrío, pero no sé si ha llegado a verme. El autobus termina por irse lejos.

Irse

No sé cómo puedo estar aquí; miro a mi alrededor y todo me parece repugnante. Una gran farsa cuya sátira acaba por convertir la risa en llanto, y el llanto en una sonrisa desquiciada. Vuelta a empezar.

Me tiemblan las manos y la gente comienza a mirarme. Algunos se van, me pregunto a dónde; ¿qué sentirán? ¿Harán algo? Otros continúan leyendo el periódico, tomando un café. Unos estudiantes hablan entre ellos mientras siguen mirándome. Quiero escupirles. Y pegarles y besarles.

Me río. Escondo la cara.

¿Cómo puede ser que esté aquí? resulta que en un momento cualquiera, por lo que sea, estalla un petardo de dimensiones divinas y la nada se transforma en materia. Comienzan a barajarse infinidad de posibilidades, jugando entre sí durante el infinito, y, en otro momento sin importancia, ya casi al final de la eternidad, surge la vida.

¡Y aquí estoy!  

Sin que nadie me haya preguntado; resultado de resultados azarosos durante toda la Historia, y todo para constatar que no hay nada; pienso... no: ¡siento! Siento que nada es importante.

Me largo.

En este momento quisiera autoinmolarme. Sin concesiones, sin notas; quisiera suicidarme por todo y por nada. Encuentro un motivo para acabar con todo en cualquier cosa; la existencia queda refutada por la misma nimiedad que le otorga todo el valor que tiene.

No puedo creer en nada, no hago nada, no soy nada.

Y sin embargo saco la libreta: necesito escribir.