La casa de la imperfección


Estoy en el autobús. Es de noche, apenas hay más gente montada. Supongo que casi todos estamos cansados y volvemos a casa. Es posible que tengamos las mismas muchas o ningunas ganas de llegar; volver puede suponer tanto un descanso como una continuación de la rutina, adornada ahora con unas pocas discusiones familiares, la soledad, el aburrimiento. Lo que sea. Todos debemos tener más o menos los mismos problemas y preocupaciones, y sin embargo nadie está cerca de nadie; todos evitamos sentarnos junto a alguien mientras aun queden otros sitios libres. Ni siquiera nos miramos a la cara.

Se entrevé un uniforme de hospital bajo una chaqueta. Creo que puede ser limpiadora. El tono verdoso del reflejo de la luz sobre el suelo me hace pensar que el propio vehículo se asemeja a un pasillo de hospital, mientras que nosotros  -aquellos que miran hacia fuera y yo- somos enfermos esperando a que vengan a hacernos sonreír, contentándonos mientras tanto posando nuestra vista en otro lugar; así, observando sin participar, convertimos la ventana al exterior en una fuente de emociones que sustituya pobremente a nuestra vida. Tengo la sensación de vivir en una falsificación constante.

Llega mi parada. Me bajo y noto que estoy mareado, no me aguanto en pie. No hay sillas ni nada parecido. Sin preocuparme, me siento en el suelo. El acto más enérgico que me atrevo a llevar a cabo es sacar una pastilla y metérmela en la boca; necesito relajarme. No quiero que en casa me vean así, con cara de que todo me parece una mierda. ¿Por qué a veces resulta tan dificultoso estar a solas como en compañía, en un lugar o en otro, haciendo cualquier cosa o la contraria? 

El bus comienza a irse. Veo a la chica que debía ir sentada justo detrás de mí; lleva un libro. Niebla, de Unamuno. No parece contagiarse del sentimiento trágico del que habla la nivola; tiene cara alegre. Me resulta muy guapa. Le sonrío, pero no sé si ha llegado a verme. El autobus termina por irse lejos.

3 comentarios:

Esther dijo...

En dirección a la cloaca, como Augusto.

Anónimo dijo...

Ala, ¿donde se ha metido tu antiguo blog?

Leer Niebla también me hacía estar risueña. Quizá fuera la ingenuidad, o que me gustaban mucho el protagonista, su perro, y el tío anarquista de la zorrupia aquella. También me gustaba pensar que Augusto viviría para siempre en la estantería de mi cuarto. Por cierto, leí esa nívola por tí.

A veces me suele parecer que el mundo es un escaparate y yo soy como uno de esos maniquís raros que no tienen cabeza. Otras casi llego a convencerme de que soy invisible -aunque eso me gusta, porque así puedo hacer lo que quiera sin que nadie se percate-

Es una pena que nos tengamos tanta desconfianza, que sintamos vergüenza para acercarnos a alguien o emprender una charla. Por eso me gusta ver el Diario de Patricia y el programa de Juan y Medio; rodearme de ancianos e intercambiar inquietudes con las marujas en la tienda de la esquina.

De todos modos casi siempre la culpa es nuestra, el amor y la vida es sólo para los valientes...

Médula dijo...

Echaba de menos leerte.