Desaparecer


Me despierta el ruido del teléfono. Me gusta no tener móvil propio, y más aun que la gente lo crea; me permite desaparecer cuando quiera. Pero no puedo librarme de que haya un fijo en casa, y ahora está sonando sin parar. Por fin alguien lo coge. Mierda, es para mí: "ven a verme a...", pero, ¿tú no te habías largado a otra ciudad? Es medio día, pero no he terminado de despertarme y el sueño hace que tarde mucho en darme cuenta de que ha venido de improviso. Hace meses que se marchó, y quiere verme ahora. Me cae bien, pero estoy lo suficientemente cansado como para que me mueva estrictamente por compromiso. Decido salir a la calle sin ni siquiera lavarme la cara; quiero seguir dormido, andar sonámbulo. Atravesar la ciudad como un ser etéreo para quien el mundo real no tenga ninguna influencia.

Llego hasta el lugar acordado, ya con tiempo para haberme ilusionado de volver a verlo. Nos abrazamos. Corrijo: me abraza. Yo sólo respondo; con ganas, pero sin iniciativa. Me cuenta que tiene que irse pronto, que sólo podré verlo hoy, y entonces descubro que me gustaría que se quedase. Jugar de nuevo con su gata, volver a pasar noches perdiéndonos a propósito en el campo y escuchar las mil historias que recuerda sobre cómo creció en un pueblo. Pero no le digo nada, y eso que me sorprendo a mí mismo resultando animado y chistoso, incluso interesado; le pregunto por la nueva ciudad, la gente. Qué se siente al llegar a un lugar nuevo sin conocer a nadie. Le cuento de mí: qué hago ahora, con quién me veo y todo eso con lo que mato el tiempo, hasta que acabo por sentirme capaz de hablar de cualquier cosa excepto sobre lo que realmente siento y me importa; de todo menos las verdaderas obsesiones que tengo incrustadas en la cabeza, carcomiéndome. Me gusta su compañía, ¿por qué ha de resultarme tan difícil sincerarme? La situación comienza a parecerme penosa. No lo soporto.

Aprovecho que tengo clases para poner la excusa de que debo que irme, que tengo una asignatura a la que no puedo faltar. Él vuelve a abrazarme, diciéndome que lo llame por teléfono; siempre es él quien lo hace. Lo noto dolido y me prometo a mí mismo que me preocuparé por llamarlo. Confiesa haberme echado de menos, alargando la despedida más de lo que soporto, y cuando termina ya no sé qué decir. No me sale una respuesta bonita que le haga ver que me importa, a pesar de que pueda parecer lo contrario; que yo también lo he echado de menos, aunque no lo llamara nunca; que me ha alegrado volver a verlo, por más que ahora quiera irme. Termino por aturrullarme y me imagino con cara de idiota, mirando a alguien con quien se supone debería tener confianza. Pero no es así.

Él continua con su discurso, que ya me da la sensación de ser del todo ridículo. No sé qué hacer, no puedo decir nada. Me pregunto cómo puede tenerme como amigo; quiero desaparecer. Ahora soy yo quien quiere irse a un lugar nuevo y completamente desconocido. Pero sólo me doy la vuelta tras un simple "te llamaré", poniéndome los auriculares y alegrándome de perderme entre gritos en un idioma que desconozco y que, seguramente, ni siquiera sea inteligible para nadie.

Sé que no lo llamaré.

1 comentario:

Leyla dijo...

Me recuerdas a "El Guardián entre el centeno". Me encantó ese libro.